A Ricardo Bravo
Estamos tan apegados a nuestras formas de amar y de odiar que raramente podemos separarnos de ellas. Fidelidades cómodas que arrastramos como cadenas al cuello mientras nos hundimos en el mar del tiempo y claro, demasiado tarde, descubrimos que en alguna parte equivocamos el camino. Demasiado tarde para cambiar nada.
Eso le pasó a un padre días atrás cuando el director del colegio lo llamó para decirle que su hijo había ofendido gravemente a otro estudiante llamándolo con términos injuriosos y racistas. El padre reflexionó y decidió visitar la casa del compañero y obligar a su hijo a pedir disculpas al otro niño y su familia. El niño se negó e incluso sumó nuevas groserías a las dichas, ahora frente a su padre, su compañero de colegio y la familia de este.
Abrumado el padre –un hombre habitante de un barrio periférico del tercer mundo-, decidió darle a su hijo una lección.
El domingo siguiente el padre llevó a su hijo a un mercado público y para sorpresa de su hijo, en plena calle puso a la venta la costosa y elegante Consola PlayStation que recientemente había regalado a su hijo y que le había costado una exorbitante suma de dinero. El padre la ofrecía por un precio ridículamente barato.
El niño llorando agitaba sus manos y mientras lloraba gritaba a los transeúntes: ¡Por favor, no compren esta PlayStation, es mía!. Tras un rato y cuando la gente comenzaba a reunirse alrededor del padre y su hijo, un hombre dio un paso hacia ellos y compró la consola.
Este niño, tal vez reconoció su propio rostro adulto en el de aquel hombre que tras adquirir la consola y antes de alejarse, le sonrió benevolamente.
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