Ángel Marroquín
Hace poco vi en el sitio web de un Centro de Inmigrantes de Irlanda una campaña que me ha dado que pensar. Se trataba de una serie fotográfica de rostros de jóvenes unida a testimonios breves.
La muestra, llamada “Young, Irish and Muslim” muestra una serie de obstáculos y desafíos a la integración de jóvenes que tienen un padre o madre irlandeses y otro proveniente de un país musulmán. Los problemas que presentaban los jóvenes en algunos casos se repetían: identidad, lealtades y filiaciones divididas entre los países de origen de sus padres e Irlanda. Lo que atrajo mi atención fue un joven que señalaba que el único lugar donde él se siente aceptado tal como es y donde no se siente obligado a dar explicaciones es en la Mezquita.
Me dio que pensar en primer lugar porque a pesar de todos los esfuerzos por parte de políticos liberales, la pertenencia profunda y sentido de aceptación, en este caso a la vida de un joven hijo de inmigrantes, sigue siendo una experiencia que solo se puede dar en una tradición religiosa y no en la idea de nacionalidad o consumo.
Me pareció que este joven se daba cuenta de la distancia entre el discurso político liberal de aceptación de inmigrantes, los discursos pro diversidad de las empresas y la voluntad pública por evitar la discriminación, no eran creíbles del todo. Había entonces algo en la comunidad religiosa que era capaz de traspasar fronteras y crear una comunidad allí donde no llegan los políticos, empresas y políticos locales. ¿Qué es eso que el joven encontró en la Mezquita?, ¿Qué valor le damos cada uno de nosotros?, ¿Qué se pierde y qué se gana al banalizar la religión en la sociedad de consumo?
Yo creo que él encontró una comunidad en el sentido genuino de la palabra: aceptación, hermandad, solidaridad y empatía. A menudo las religiones monoteístas son despreciadas como algo viejo, anticuado, obsoleto por parte de los políticos liberales europeos. Sin embargo, cuando vemos las reverberaciones de palabras usadas en publicidad, titulares de periódicos o discursos políticos, fácilmente podemos reconocer que frases acuñadas por monjes, profetas y santos monoteístas, son usadas para vender cerveza, televisores o teléfonos móviles. Fines completamente diferentes de los que las inspiraron.
Esa falta de autenticidad mercantil es un signo claro que la respuesta a los problemas de sentido que nos aquejan hoy no pueden encontrar solución en una sociedad liberal que desprecia y no reconoce esos valores sino que los utiliza, y menos aun en una sociedad guiada por la avaricia, la destrucción de la naturaleza y el afán de lucro como joyas de la corona del logro individual.
Probablemente en la Mezquita el joven no se siente tratado como un número, nadie ahí le pedirá su pasaporte o le preguntará si es irlandés o Sudanés o Iraquí o Sirio, tampoco por qué está acá o cuándo regresará a su país. Nada de eso es importante porque la comunidad de creyentes es la única capaz de superar, absorbiendo, todas esas diferencias. Tal vez es el único sitio en que el camino de la experimentación moral puede ser comprendido en su lógica espiritual y no como una moda pasajera o un objeto de consumo o lujo. ¿Por qué la sociedad ha dejado en la religión la respuesta a la búsqueda de una vida distinta?
La sociedad liberal y el mercado están lejos de proveer esta clase de orientación en el mundo o, cuando lo hacen, no son creíbles. Tal vez este es el verdadero problema y los jóvenes, con su aún poca experiencia de trato con la hipocresía, lo notan.
La inmigración es un proceso duro especialmente cuando los inmigrantes provienen de países pobres o estigmatizados y necesitan comer, ayudar a sus familias, recobrar control y el sentido sobre sus vidas. Una de las cosas que ellos más necesitan es invisible: aceptación, amor, empatía, en otras palabras, una comunidad genuina. Mientras esto falle las Iglesias, Mezquitas y Sinagogas seguirán ahí, como lo han hecho desde el origen de los tiempos, proveyendo el único lugar en Occidente donde aún es posible encontrar una tradición y no mero espectáculo.
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